miércoles, 7 de abril de 2021

El crimen que Sherlock Holmes No Resolvió. El asesinato de Marion Gilchrist



Además de ser uno de los escritores más importantes de la literatura policiaca gracias a su detective más famoso, Sherlock Holmes, Conan Doyle fue un ferviente luchador por los oprimidos. La injusticia llevada a cabo con Oscar Slater en un caso de asesinato lo llevó a luchar por su libertad durante varios años.

 

Arthur Ignatius Conan Doyle, Edimburgo, 22 de mayo de 1859 Crowborough, 7 de julio de 1930 fue un escritor y médico británico, creador del célebre detective de ficción Sherlock Holmes. Fue un autor prolífico cuya obra incluye relatos de ciencia ficción, novela histórica, teatro y poesía.

Pocas frases fueron más célebres que la pronunciada por Sherlock Holmes a su ayudante: «Elemental, querido Watson». Si bien esta frase no se dice jamás en ninguna página que escribiera sir Arthur Conan Doyle, que en realidad apareció por vez primera en la película de 1939 nueve años después del fallecimiento del autor «Las aventuras de Sherlock Holmes». Alto y espigado, de «mirada aguda y penetrante», el personaje vio la luz en 1887, en «Estudio en escarlata» (protagonizará tres novelas más y cincuenta y seis cuentos). ¿Sus aficiones?: la apicultura, el boxeo, tocar el violín. ¿Sus hábitos? Comer galletas y tomar cocaína en casa, en el famoso 221B de Baker Street, de Londres, que comparte unos años con Watson. ¿Sus enemigos? El profesor Moriarty, líder de la criminalidad europea, que tira al detective por unas cataratas en «El problema final». Pero Doyle, empujado por las protestas y súplicas de sus lectores, resucitaría a su personaje, que está hoy más vivo que nunca.

La figura de Sherlock Holmes es el icono universal del detective inglés que resuelve misterios gracias a la más poderosa de las armas: la observación minuciosa y la capacidad de deducción. Una atracción que parece no tener fin y que el mundo del cine, uso con adaptaciones mudas, las cuales empezaron a popularizar al personaje concebido por un escocés, formado en la facultad de Medicina, que se mudó a Londres en 1891, a los treinta y dos años, para dedicarse, sin éxito, a la oftalmología y que se acabaría consagrando a la literatura con un éxito inconmensurable. Hablamos de Arthur Conan Doyle, 

Este autor también tuvo que arremangar intelectualmente como su personaje y enfrentarse a un caso real. Y esa es una novedad que nos ofrece Arthur Conan Doyle, investigador privado. La historia real de un impresionante asesinato británico, una cruzada por la justicia y el escritor policiaco más famoso del mundo, quien tuvo la audacia de ir más allá de la ficción en sus pesquisas detectivescas. De hecho, se retó a hacer justicia a un caso que fue inmensamente famoso en la Inglaterra de inicios del siglo XX.

El caso en el que Sir Conan Doyle usó lo que aprendió de Sherlock Holmes para liberar a un condenado por homicidio

Una noche de 1908 una anciana fue brutalmente asesinada a golpes en Escocia. Lo que ocurrió después mostró lo mejor y lo peor de una sociedad, e introdujo una nueva visión de la criminología, tipificada nada menos que por Sherlock Holmes.

El detective es uno de los grandes personajes de ficción de la literatura, muchos confundían al personaje y su creador:  Conan Doyle aplicó el famoso método de Holmes para resolver casos reales. Uno de ellos fue el extraño caso de Adolf Beck, un agente naviero noruego acusado de una serie de estafas contra mujeres, que pasó 5 años en prisión antes de que se probara que se trataba de un caso de identidad equivocada, ya que había estado en Perú en el momento de los crímenes.

El caso marcó un hito, llevó al establecimiento del Tribunal de Apelación Penal.

Pero hubo otro en el que Conan Doyle se involucró que tuvo más resonancia: la condena de un alemán por la muerte de una escocesa.

 



El asesinato de Marion Gilchrist

Todo se inicia el 21 de diciembre de 1908 cuando Marion Gilchrist, próxima a cumplir 83 años, rica y soltera aparece brutalmente asesinada que vivía en la zona próspera de Glasgow, con su mucama, Helen Lambie, de 21 años.

Su pasatiempo era coleccionar joyas, que guardaba en el armario de su dormitorio. A eso de las 7 de la noche del 21 de diciembre de 1908, Lambie salió a comprar el periódico vespertino, como solía hacer a diario; cerró las dos cerraduras de puerta del apartamento con llave, así como la puerta del hall de salida.

Poco después, Arthur Adams y sus hermanas, que vivían en el apartamento directamente debajo de Gilchrist, escucharon golpes en el techo.

Pensando que Gilchrist necesitaba su ayuda, Adams subió y tocó el timbre. Nadie le abrió, pero escuchó más ruidos dentro del apartamento. Regresó su casa, pero sus hermanas lo instaron a que volviera.

Adams llegó de nuevo a la puerta al mismo tiempo que Lambie y le contó lo que estaba sucediendo. Ella respondió que seguro se había caído algo en la cocina.

Abrió la puerta y se adelantó unos pasos. En ese momento salió de la habitación de invitados un hombre bien vestido caminando con calma. Se cruzó con Lambie quien, no dijo nada, así que Adams asumió que era un conocido.

Tras revisar la cocina y la habitación principal, Lambie dijo que todo estaba en orden, pero cuando Adam le preguntó por Gilchrist la chica acudió al salón donde la había dejado unos minutos antes y lo llamó.

Adams entró y, para su horror, descubrió el cuerpo en el piso, tenía la cabeza cubierta con una alfombra.

Casi todos los huesos de la cara y el cráneo de Gilchrist estaban destrozados y uno de sus ojos estaba hundido en su cerebro.

En la habitación de invitados había una caja forzada tenía con documentos, pero de todos los objetos de valor sólo un broche de diamantes había desaparecido.



 A partir de ese momento se ponen en marcha una serie de incongruencias en las declaraciones, como la de la adolescente de 15 años, Mary Borrowoman, que afirmó que vio correr a un hombre por la calle del crimen, pistas falsas que se toman como reales que acercan a un culpable que resulta un tópico en estas investigaciones: el hombre pobre extranjero que pasaba por ahí. Oscar Slater, de 36 años, era un judío alemán que se ganaba la vida con el juego. Casi no hay más preguntas, tenía que ser el culpable. El público clamó por la detención del culpable de tan despiadado crimen y en 5 días se nombró a un sospechoso: Oscar Slater.

Slater era convenientemente extranjero en momentos en los que el nacionalismo ardía, y encima era judío, uno de esos nómadas con raíces en todos y ningún lugar, que inspiraban sentimientos desagradables más profundos y de más larga data. en 1905 se había aprobado una Ley de Extranjería que señalaba que “ciertos comportamientos criminales estaban implícitos en ciertas características raciales”. El miedo al otro, al invasor, era una cuestión muy victoriana y estaba en boga. También en las investigaciones criminales se seguían dictados de la criminología que relacionaban la delincuencia con la raza. Es más, había teorías que señalaban que la población podía aprender ciertos rasgos faciales para delatar a un posible delincuente.

El judío alemán vivía cerca de Gilchrist y recientemente había intentado vender un boleto de empeño por un broche de diamantes. El hecho de que pronto se supo que el broche le pertenecía, que no se parecía al de la difunta y que lo había empeñado varias semanas antes del asesinato no disuadió a la policía. Aunque El broche que Slater había empeñado no se parecía en nada al de la señora Gilchrist, algo que la propia policía sabía y había decidido ignorar.

Ya lo tenían en la mira así que averiguaron que hacía poco había tomado un barco con destino a Nueva York y viajaba bajo un nombre falso.

Todo indicaba que había huido... al parecer, la policía había encontrado al culpable.

Al llegar a Nueva York, Slater fue sorprendido por las autoridades. Cuando se enteró de l


o que ocurría, exigió permiso para regresar a Escocia a limpiar su nombre.

 En el juicio, se encontraron varias inconsistencias en el caso de la acusación que fueron ocultadas o simplemente descartadas, como el hecho de que había testigos que podían confirmar que Slater estaba en otro lugar en el momento del asesinato.

Además, testificaron que Slater había anunciado que se iría a Estados Unidos mucho antes de que ocurrieran los hechos, que había comprado los boletos con anticipación y usó el dinero del broche que había empeñado.

El prejuicio institucional influyó en el juicio: según la antropología criminal -método en auge en la época- no se necesitaba más que observar los ojos furtivos, la forma de su boca y, particularmente, el tamaño de su nariz para saber que era capaz de hacer algo realmente malo.

Además, la vida privada de Slater (vivía con una prostituta) y su pésimo inglés fue suficiente para convencer a la policía y al juez de que era exactamente el tipo de hombre que irrumpiría en la casa de una anciana y la mataría a golpes.

Fue condenado a muerte el 27 de mayo de 1909.

Slater no tenía conexiones así que ahí podría haber terminado la historia de no ser por una sección de la sociedad que inició una campaña contra lo que muchos consideraron era una injusticia.

El abogado de Slater, Ewing Speirs, logró reunir 20.000 firmas solicitando la conmutación de la pena de muerte a una vida tras las rejas por motivos de pruebas circunstanciales.

48 horas antes de que se cumpliera su destino en el andamio, su sentencia se redujo a cadena perpetua con trabajos forzados.

El caso llamó la atención de varias figuras importantes.




En realidad, hubo que esperar hasta 1925 para que la luz entrara en la vida de aquel presidiario inocente. Y con una guerra mundial de por medio. El motivo fue un papelito que otro preso, William Gordon, sacó de la misma prisión escondido en su dentadura postiza. En él, Slater pedía que se volviera a investigar su caso y que se pusiera en contacto con Conan Doyle, que, por aquel entonces, no obstante, había dejado un tanto atrás su época ultrarracionalista y estaba algo más obsesionado con fantasmas y espíritus.

Arthur Conan Doyle, decidió aplicar el "método Sherlock" aprendido de su maestro en la Universidad de Edimburgo, Joseph Bell. Sabía que no sería fácil. La vida de Slater no era para nada intachable. Había sido condenado anteriormente por agresión, trabajaba como corredor de apuestas ilegal y frecuentaba a prostitutas. Así, el propio Doyle dijo que era “un hombre de mala reputación”, lo que, sumado al estudio de sus rasgos físicos, una pseudociencia que en la época todavía tenía cierta aceptación en ámbito criminal y judicial, y a dos hechos circunstanciales: que Slater había empeñado un broche (lo único que se había robado en la casa de Gilchrist era un broche) y que había viajado con nombre falso a Nueva York, fue suficiente para meterlo entre rejas.

Sin saberlo, Slater se había convertido un chivo expiatorio atrapado en una trama que involucraba al juez y al fiscal, pero pocos se atrevieron a alzar la voz, y los pocos que lo hicieron, como un policía que expresó sus dudas sobre la investigación y el juicio, fueron silenciados y vieron perjudicada su carrera en el cuerpo.

"Es una ofensa capital teorizar antes de tener los datos" le dice Sherlock Holmes a Watson en "Escándalo en Bohemia".

Y siguiendo el ejemplo del personaje que creó, Conan Doyle halló nuevas pruebas, testigos no llamados y cuestionó las pruebas de la acusación.

Descubrió por ejemplo que Slater viajó bajo un nombre falso porque iba con su amante. Estaba tratando de evitar ser detectado por su esposa, no por la policía.

Y si bien era cierto que Slater poseía un martillo, que se había presentado como el arma que usó para cometer el crimen, no era lo suficientemente grande y firme como para infligir el tipo de heridas que Gilchrist había sufrido.

Conan Doyle subrayó que un médico forense en la escena del crimen declaró que una silla grande, chorreada de sangre, parecía ser el arma homicida.

El escritor concluyó además que Gilchrist conocía y le había abierto la puerta a su asesino, de hecho, no había señales de entrada a fuerza.

Sus hallazgos se publicaron como una súplica para el perdón de Slater en un panfleto titulado "El caso de Oscar Slater" en 1912.

Causó sensación y hubo llamados para que se hiciera un nuevo juicio, rápidamente descartados por las autoridades en Glasgow.

 


En 1914 surgió nueva evidencia: se había encontrado otro testigo que verificaba que Slater no había estado en ese apartamento cuando tuvo lugar el asesinato.

Además, salió a la luz que antes de que la mucama Helen Lambie nombrara a Slater como el hombre que había visto el día del asesinato, le había dado a la policía otro nombre, que las autoridades habían decidido ignorar.

Ese año las autoridades ordenaron que se hiciera una investigación secreta. Un oficial de policía respetado, el teniente detective John Thompson Trench, reveló información ocultada en el caso policial original que implicaba a uno de los familiares de Gilchrist.

Pero la investigación declaró que la convicción de Slater era justa.

Trench fue despedido, desacreditado y finalmente incriminado por su parte en esta investigación. Él guardó el documento del caso original que demostraba su integridad. Cuando murió en 1919, su viuda se lo envió a Conan Doyle.

Ese documento, junto con un mensaje secreto del desesperado Slater sacado clandestinamente de la prisión, reavivó el interés de Conan Doyle.

Una vez más, el autor tomó el caso y ejerció su influencia, escribiéndole a políticos e incluso utilizando su propio dinero para financiar los honorarios legales de Slater.

El punto de inflexión llegó en 1927 cuando se publicó un libro del periodista de Glasgow, William Park.

En "La verdad sobre Oscar Slater", Park reexaminó toda la evidencia y sus conclusiones fueron similares a las de Conan Doyle.

Y fue más allá, pero las leyes de difamación impidieron que nombrara a quien consideraba como el asesino: el sobrino de la víctima.

El libro causó un alboroto enorme. Los periódicos estaban llenos de información sobre el caso. Fue entonces que los principales testigos de la fiscalía confirmaron lo que se había sospechado durante el juicio: la policía los había instruido para que nombraran a Slater como el hombre que habían visto ese fatídico día. Por supuesto, fue una bomba para la prensa que enseguida volvió a buscar a los protagonistas del caso como las dos mujeres, Helen Lambie y Mary Barrowman, que habían declarado que Oscar Slater tenía todas las papeletas para ser el culpable. Ambas se retractaron en los periódicos, pero acusaron a policía y fiscales de haber sido manipuladas para que señalaran a Slater y así evitar que saliera a la luz el nombre de un sobrino de la fallecida, miembro de la alta clase social. Aquello puso en marcha de nuevo al tribunal de apelaciones que determinó finalmente que Oscar Slater no había matado a aquella mujer y era un hombre libre. Era noviembre de 1927 y había pasado más de 18 años en la cárcel.

El 8 de noviembre de 1927, el secretario de Estado de Escocia emitió la siguiente declaración:

"Oscar Slater ha completado más de 18 años y medio de su cadena perpetua, y me siento justificado al decidir autorizar su liberación en licencia tan pronto como sea posible hacer los arreglos adecuados".

Slater salió de la prisión de Peterhead con US$7.000 de compensación (unos US$100.000 de hoy), pero nunca fue exculpado.

Conan Doyle, por su parte, estuvo involucrado hasta el final, pero cuando Slater salió de la cárcel, le cobró los gastos de su defensa.

Slater respondió que no debería ser él quien pagara la defensa por un crimen que no cometió. Y eso ofendió a Conan Doyle, aunque no necesitaba el dinero, la posición del alemán pareció poco honorable.

En 1936 Slater se casó con Lina Wilhelmina Schad. Ambos fueron internados brevemente por ser alemanes al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, pero Slater solicitó la naturalización en 1946.

Murió a los 76 años en 1948. En su certificado de defunción fue descrito como un "panadero jubilado".

El asesino de Marion Gilchrist nunca fue encontrado. El broche tampoco.

El curioso caso de Oscar Slater sigue generando controversia. Para muchos abogados defensores constituye uno de los más notables errores judiciales en la historia legal escocesa.

Varios nombres han sido sugeridos como el verdadero asesino de Marion Gilchrist y se siguen publicando nuevas teorías sobre este misterio que podría haber surgido de las páginas de "El archivo de Sherlock Holmes".

La señora en cuestión no tenía apenas relación con sus familiares, e incluso su persona más cercana a sus afectos era una antigua doncella, y la hija de esta. Lo curioso es que un mes antes de morir, Miss Gilchrist cambió su testamento. «La versión anterior, que se había redactado seis meses antes, dividía su patrimonio –valorado en más de 15.000 libras esterlinas y que incluía joyas, pinturas, muebles, objetos de plata y considerables reservas de dinero– entre varias sobrinas y sobrinos», pero el nuevo testamento dejaba la totalidad del patrimonio a dichas doncella e hija. Por otra parte, Miss Gilchrist vivía sola a excepción de su doncella, una joven escocesa de 21 años llamada Helen Lambie, que llevaba tres años trabajando para ella, asimismo, que durante las dos décadas que siguieron al asesinato, el comportamiento de Lambie sugirió que sabía más del crimen de lo que estaba dispuesta a confesar, incluyendo, probablemente, la identidad del verdadero asesino.


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