Una mujer menuda, blanca, el pelo con
permanente, recorrió balanceándose el pasillo del vagón restaurante y se
acomodó en un asiento al lado de una ventanilla. Terminó de escribir a lápiz su
pedido y dirigió una mirada miope, a través de la mesa, a un infante de marina
de mejillas coloradas y a una chica con la cara en forma de corazón. De un
golpe de vista vio un anillo de oro en el dedo de la chica y una cinta de tela
roja enroscada en el pelo y decidió que era una chica ordinaria; mentalmente la
etiquetó como esposa de guerra. Con una débil sonrisa la invitó a conversar. La
chica sonrió a su vez:
-Ha tenido suerte de venir tan pronto
porque está llenísimo. No hemos podido almorzar porque había soldados rusos
comiendo… o algo así. Debería haberlos visto, parecían Boris Karloff, ¡se lo
juro!
La voz sonaba como el silbido de una
tetera y hacía que la mujer carraspease.
-Sí, en serio -dijo-. Antes de este
viaje nunca pensé que hubiese tantos en el mundo, soldados, me refiero. No te
das cuenta hasta que subes a un tren. No paro de preguntarme, ¿de dónde han
salido?
-De las oficinas de reclutamiento -dijo
la chica, y se rió como una tonta.
Su marido se ruborizó, disculpándose.
-¿Va hasta final de trayecto, señora?
-Se supone, pero este tren es lento
como… como…
-¡Una tortuga! -exclamó la chica, y
añadió, sin resuello-: Puf, no se imagina lo emocionada que estoy. Llevo todo
el día pegada al paisaje. En Arkansas, de donde soy, todo es más bien llano,
así que me da un escalofrío por todo el cuerpo cuando veo esas montañas -y
volviéndose hacia su marido-: Cariño, ¿crees que estamos en Carolina?
Él miró por la ventana, en cuyo cristal
se espesaba el crepúsculo. Se juntaba aprisa la luz azul y las jorobas de las
colinas se mezclaban y devolvían ecos. Desvió la mirada hacia el comedor
iluminado.
-Debe de ser Virginia -conjeturó, y se
encogió de hombros. De improviso, desde los vagones de tercera, un soldado se
les acercó dando bandazos y se desplomó sobre el asiento libre de la mesa como
una muñeca de trapo. Era un hombre bajo y el uniforme se le desbordaba en
pliegues arrugados. Su cara, flaca y de facciones afiladas, formaba un pálido
contraste con la del infante de marina, y su pelo negro, cortado al rape,
brillaba a la luz como una gorra de piel de foca. Sus ojos cansados escrutaron
nebulosamente a los tres ocupantes de la mesa como si hubiera un biombo entre
ellos, y con un gesto nervioso se tiró de los dos galones que llevaba cosidos
en la manga.
La mujer se removió, incómoda, y se
apretó más contra la ventanilla. Con semblante pensativo lo etiquetó de
borracho, y al ver que la chica arrugaba la nariz supo que compartía su
veredicto.
Mientras el negro con delantal blanco
descargaba su bandeja, el cabo dijo:
-Lo que yo quiero es café, una cafetera
grande y un tazón doble de crema.
La chica hundió el tenedor en el pollo
con bechamel.
-¿No te parece carísimo todo lo que
sirven aquí, querido?
Y entonces empezó. La cabeza del cabo
empezó a balancearse con sacudidas cortas e incontrolables. Hizo una pausa y la
cabeza se le quedó grotescamente inclinada hacia delante; una convulsión
muscular le impulsó el cuello hacia un costado. La boca se le estiró de un modo
horrible y se le tensaron las venas del cuello.
-Oh, Dios mío -exclamó la chica, y la
mujer soltó el cuchillo de la mantequilla y automáticamente se protegió los
ojos con una mano sensible. El infante de marina miró con aire ausente durante
un momento y luego, reponiéndose enseguida, sacó un paquete de tabaco.
-Toma, chico -dijo-. Mejor que fumes
uno.
-Por favor, gracias… muy amable -murmuró
el soldado, y después estampó contra la mesa un puño con los nudillos blancos.
Temblaron los cubiertos de plata, el agua desbordó de los vasos.
Un silencio se prolongó en el aire y una
carcajada lejana se esparció por el vagón, cortada en rebanadas iguales.
La chica, entonces, consciente de la
atención, se alisó un mechón de pelo detrás de la oreja. La mujer levantó la
mirada y se mordió el labio cuando vio que el cabo trataba de encender el cigarrillo.
-Déjeme -se ofreció ella.
La mano le temblaba tanto que la primera
cerilla se apagó. Cuando el segundo intento tuvo éxito esbozó una sonrisa
forzada. Al cabo de un rato, él se sosegó.
-Estoy tan avergonzado… Perdóneme, por
favor.
-Oh, lo comprendemos -dijo la mujer-. Lo
comprendemos perfectamente.
-¿Le ha dolido? -preguntó la chica.
-No, no duele.
-Estaba asustada porque pensé que dolía.
Lo parece, desde luego. ¿No es como una especie de hipo?
Dio un respingo súbito, como si alguien
le hubiese dado una patada.
El cabo recorrió con el dedo el borde de
la mesa y poco después dijo:
-Estaba bien hasta que subí al tren. Me
dijeron que estaría bien. Me dijeron: «Estás bien, soldado». Pero es la
emoción, saber que ya estás en tu país y libre y que la maldita espera ha
terminado.
Se frotó un ojo.
-Lo siento -dijo.
El camarero depositó el café y la mujer
trató de ayudarle. Él le apartó la mano, con un pequeño empujón irritado.
-No haga eso, por favor. ¡Sé hacerlo yo!
Confundida por el sofocón, la mujer se
volvió hacia la ventanilla y vio su cara reflejada en ella. Estaba serena y le
sorprendió, porque sentía una irrealidad vertiginosa, como si se columpiase
entre dos puntos de sueño. Encauzando sus pensamientos hacia otro sitio, siguió
el trayecto solemne del tenedor del soldado desde el plato hasta la boca. La
chica comía ahora con voracidad, pero a la mujer se le estaba enfriando la
comida.
Entonces empezó otra vez, aunque no fue
tan violento como antes. En el resplandor crudo del foco de un tren que se
acercaba, se tornó borroso el reflejo de la cara, y la mujer suspiró.
Él estaba jurando en voz baja y sonaba
más como si rezase. Se agarró como un poseso los lados de la cabeza entre el
fuerte torno de las manos.
-Oye, chico, más vale que te vea un
médico -sugirió el infante de marina.
La mujer estiró una mano y la apoyó en
el brazo levantado del cabo.
-¿Puedo hacer algo? -dijo.
-Lo que hacían para que parase era
mirarme a los ojos… se me pasa si miro a los ojos de alguien.
Ella inclinó la cara hacia él.
-Así -dijo él, y se calmó al instante-,
así, ya. Es usted un encanto.
-¿Dónde fue? -dijo ella.
Él frunció el ceño y dijo:
-Hubo cantidad de sitios… son mis
nervios. Están destrozados.
-¿Y adónde va ahora?
-A Virginia.
-Allí está su casa, ¿no?
-Sí, allí está.
La mujer sintió un dolor en los dedos y
aflojó de repente la presión intensa sobre el brazo del cabo.
-Allí está su casa y tiene que recordar
que lo demás no es importante.
-Usted sí que sabe -susurró él-. La
quiero. La quiero porque es muy tonta y muy inocente y porque nunca conocerá
nada más que lo que ve en las películas. La quiero porque estamos en Virginia y
casi he llegado a casa.
La mujer apartó la mirada bruscamente.
Una tirantez ofendida se engastó en el silencio.
-¿O sea que piensa que eso es todo? -dijo
él. Se inclinó sobre la mesa y se pasó la mano por la cara, soñoliento-. Hay
eso, pero también hay dignidad. Y cuando pasa delante de gente que conozco de
siempre, ¿entonces qué? ¿Cree que quiero sentarme a la mesa con ellos o con
alguien como usted y producirles náuseas? ¿Cree que quiero asustar a una niña
como esta de aquí y meterle ideas en la cabeza sobre su hombre? He esperado
meses, y me dicen que estoy bien pero la primera vez…
Se detuvo y arqueó las cejas.
La mujer deslizó dos billetes encima de su
cuenta y empujó hacia atrás su silla.
-¿Me deja pasar, por favor? -dijo.
El cabo se levantó y se quedó de pie,
mirando el plato intacto de la mujer.
-Cómase eso, maldita sea -dijo-. ¡Tiene
que comérselo!
Y luego, sin mirar atrás, desapareció en
dirección a los vagones.
La mujer pagó el café.
FIN
Un autor insoslayable, sin duda.
ResponderEliminarSaludos ;-)