Los niños felices
Un día después de la Navidad de 1915, mis
deberes profesionales me llevaron al Norte; o, para ser más preciso, como
nuestros convencionalismos, al “Distrito Nordeste”. Había habido ciertas
charlas singulares; varios chismorreos respecto a que los alemanes tenían un
«escondrijo» por parte de Malton Head. Nadie parecía saber exactamente qué
hacían allí o qué esperaban lograr. Mas la información corría como un incendio
de una boca a otra, y se creyó conveniente que tal habladuría fuese seguida
hasta sus orígenes, y expuesta al público o negada de una vez por todas.
Me dirigí, pues, al Distrito Nordeste,
el domingo 26 de diciembre de 1915, y continué mis investigaciones a partir de la Bahía Helmsdale ,
que es un pequeño pueblo marítimo situado a tres kilómetros escasos del cabo
Malton. La gente de los prados y las marismas también se había enterado de la
fábula, considerándola con supremo desdén. Por lo que pude averiguar, dicho
cuento había tenido origen en los juegos de unos niños que durante el verano
habían vivido en Helmsdale. Habían improvisado un burdo drama de espías
alemanes y su captura, y habían utilizado la Caverna Helvy ,
situada entre Helmsdale y el cabo Malton, como escenario de sus juegos. Esto
era todo; aparentemente, los bobos habían hecho el resto; los bobos que creían
de todo corazón a los «rusos», y se persignaban ante aquel que expresaba sus
dudas respecto a los «Ángeles de Mons».
-Los niños forjaron un cuento que no se
creían -me espetó un habitante del pueblo, que seguramente me juzgó más
prudente que otras personas.
Naturalmente, no podía comprender, pese
a todo, que un periodista tiene dos deberes: proclamar la verdad y denunciar la
mentira.
A primeras horas de la tarde del lunes,
ya había terminado con los «alemanes» y su escondite, y decidí detenerme en
Banwick antes de regresar a casa, pues había oído comentar a menudo que era un
lugar bellísimo y curioso. De modo que cogí el tren de la una y media, y empecé
a internarme, deteniéndome en muchas estaciones desconocidas en medio de las
grandes mesetas; cambié de tren en Marishes Ambo, y proseguí el viaje por un
territorio extraño, a la escasa luz de la tarde invernal. De pronto, el tren
abandonó el terreno llano y comenzó a descender por una cañada profunda y
estrecha, oscurecida por bosques a cada lado, amarillenta por las ramas
quebradas, solemne en su soledad. Lo único que se movía era el río acaudalado y
turbulento que espumeaba sobre las rocas, y formaba plácidos remansos en las
orillas.
Los oscuros bosques se diseminaron en
grupos de antiguas matas de espinos; grandes rocas grises, de formas raras,
surgían del suelo; y otras dentadas se elevaban hacia las alturas a cada lado
de la cañada. El río iba creciendo y ensanchándose, y siguiendo su curso
llegamos a Banwick al ponerse el sol.
Contemplé la maravilla de la ciudad a la
luz del crepúsculo, rojizo por occidente. Las nubes ensombrecían los rosales;
había mares de verdor por entre islas de luz carmesí; y nubes relucientes como
espadas flamígeras, como dragones de fuego. Y por debajo de aquellos colores,
de aquellas luces confundidas se veían las luces del puerto abajo, y más
arriba, al otro lado del puente, la abadía en ruinas y la inmensa iglesia en la
colina.
Salí de la estación por una antigua
calle, tortuosa y estrecha, con recintos cavernosos y patios que se abrían al
otro lado, y tramos de peldaños que ascendían hacia las terrazas de las casas,
o descendían al puerto y a la marea del agua. Distinguí muchas casas torcidas,
casi hundidas por el peso de los años, casi por debajo del nivel del suelo, con
techumbres de troncos de árbol derruidas y portales encorvados, con rastros de
grabados grotescos en sus muros. Y cuando llegué al muelle, al otro lado del
puerto había la más asombrosa confusión de techos de tejas rojas que había
visto en mi vida, y la gran iglesia normanda de color gris, en la colina pelada
que los dominaba. Más abajo, las barcas se balanceaban con la marea, y el agua
ardía en los fuegos del atardecer. Era la ciudad de un sueño mágico. Estuve en
el muelle hasta que en el cielo hubo desaparecido todo resplandor, y las aguas
y la noche invernal quedaron completamente a oscuras en Banwick.
Hallé una vieja posada junto al puerto.
Los muros de las habitaciones iban al encuentro unas de otras, formando unos
extraños e inesperados ángulos; había agudas proyecciones y raras junturas de
ladrillos, como si una habitación tratase de internarse en otra; había indicios
de escaleras imprevistas en los rincones de los techos. Mas también había un
bar donde Tom Smart había gustado de sentarse, con un buen fuego de leños,
viejos sillones y bastantes perspectivas de conseguir «algo caliente» después
de cenar.
Me senté en tan agradable lugar una hora
o dos, y conversé con la amable gente del pueblo que entraba y salía. Todos me
hablaban de las viejas aventuras o la industria de la población. Antaño era un
gran puerto ballenero, y tenían unos magníficos astilleros; y más adelante,
Banwick fue famoso por su corte del ámbar.
-Pero ahora ya no es nada -se
entristeció un parroquiano del bar-, y nosotros nada poseemos.
Salí a dar una vuelta antes de cenar.
Banwick estaba en tinieblas, en espesas tinieblas. Por buenos motivos, no ardía
en sus calles ni una sola luz; y apenas se distinguían algunos resquicios
luminosos a través de los visillos de las ventanas. Era como andar por una
ciudad de la Edad Media ,
con las formas antiguas de las casas apenas visibles en la oscuridad, formas
que me recordaban los cuadros extraños y cavernosos del París y Tours
medievales que trazó Doré.
Apenas había nadie en las calles; aunque
todos los patios y callejones parecían llenos de niños. Divisé a varios
corriendo aquí y allá. Y nunca había oído unas voces infantiles tan felices.
Unos cantaban, otros reían, y atisbando por una de las oscuras cavernas,
percibí un corro de niños que danzaban, dando vueltas y más vueltas, cantando
con voces muy diáfanas una bella melodía; seguramente una tonadilla local,
supuse, ya que se trataba de unas modulaciones que jamás había escuchado.
Regresé a la posada y hablé con su
propietario respecto a la gran cantidad de niños que jugaban en las oscuras
calles y en los patios, y en lo felices que todos me habían parecido.
Durante un instante me contempló
fijamente y al fin me dijo:
-Bueno, caballero, los niños andan un
poco sueltos estos días. Sus padres se hallan en el frente, y sus madres no
pueden dominarlos ni sujetarlos en casa. De modo que todos se han vuelto un
poco salvajes.
Había algo raro en su expresión. Pero no
conseguí descubrir en qué estribaba la rareza. Y me di cuenta de que mi
observación le había dejado inquieto, pero yo ignoraba en absoluto qué le
pasaba. Cené y me senté un par de horas a discutir de los «alemanes» en su
escondite del cabo Malton.
Terminé mi relato del mito alemán, y en
vez de irme a la cama, decidí que debía dar otra vuelta por Banwick, envuelto
en su maravillosa oscuridad. De modo que salí y crucé el puente subiendo por la
calle del otro lado, donde se veía (se hubiese visto en pleno día) el
amontonamiento de tejados rojos casi unos encima de otros, que había
contemplado aquel atardecer. Ante mi asombro, vi que los extraordinarios niños
de Banwick continuaban en la calle, alborotando, jugando y riendo, bailando y
cantando, por las escaleras que daban a los patios interiores, pareciendo de
esta forma que flotasen en el aire. Sus alegres carcajadas resonaban como campanadas
en la noche.
Eran las once y cuarto cuando salí de la
posada, y estaba precisamente pensando que las madres de aquella población eran
excesivamente indulgentes con sus hijos, cuando éstos empezaron a entonar la
antigua melodía que ya había escuchado antes. Las diáfanas y modélicas voces se
elevaban en la oscuridad: a lo que me pareció, por centenares. Yo me hallaba en
una callejuela, y vi con gran estupor que los niños pasaban ante mí en una
larga procesión que ascendía por la colina hacia la abadía. Ignoro si había
aparecido una luna muy pálida, o si las nubes pasaban por delante de las
estrellas; pero el aire se aplacó, y conseguí divisar a los niños con toda
claridad, andando lentamente y cantando, en un transporte de exaltación en
tanto entonaban la dulce melodía en medio del bosque invernal, que en aquellos
momentos parecía transformado por una temprana primavera.
Todos vestían de blanco, algunos con
extrañas marcas en sus cuerpos que, supuse, tenían cierto significado en aquel
fragmento de místico misterio que estaba yo contemplando.
Muchos llevaban coronas hechas con algas
húmedas en torno a las sienes; uno mostraba una cicatriz pintada en la
garganta; un chiquillo llevaba una túnica abierta, y señalaba una profunda
herida encima del corazón, de la que parecía manar sangre; otro niño tenía las
manitas muy separadas, con las palmas llenas de espinos y sangrando, como si se
las hubiesen atravesado. Uno de los cantores llevaba un bebé en brazos, e
incluso éste presentaba una herida en la cara.
La procesión pasó ante mí, y oí cantar a
los niños mientras seguían ascendiendo por la colina hacia la antigua iglesia.
Regresé a la posada, y al atravesar el puente me asaltó de repente la idea de
que era el día de los Santos Inocentes. Sin duda, acababa de presenciar una
confusa reliquia de alguna tradición medieval, por lo que al llegar a mi
destino le formulé al posadero unas preguntas al respecto.
Entonces comprendí el significado de la
extraña expresión que antes había observado en su rostro. Empezó a temblar y a
estremecerse de horror; y luego se alejó de mí como si yo fuese un mensajero de
la muerte.
Unas semanas más tarde estaba leyendo un
libro titulado Los antiguos ritos de Banwick. Lo había escrito, en el reinado
de la reina Isabel I de Inglaterra, un autor anónimo que había conocido el
esplendor de la antigua abadía y la desolación que la asoló. Y hallé este
pasaje:
«Y en el Día de los Inocentes, a
medianoche, se celebró un maravilloso y solemne servicio religioso. Ya que
cuando los monjes terminaron de cantar el Tedeum en los maitines, subió al
altar el abad, espléndidamente ataviado con una vestidura de oro, por lo que
era una maravilla contemplarle. Y también entraron en el templo todos los niños
de tierna edad de Banwick, todos ataviados con túnicas blancas. Luego, el abad
empezó a cantar la misa de los Santos Inocentes. Y cuando terminó la
consagración de la misa, se adelantó hasta el Santo Libro el niño más pequeño
de cuantos se hallaban presentes y podían estar de pie. Y este niño llegó al
altar, y el abad lo instaló en un trono de oro reluciente, y se inclinó y lo
adoró, entonando:
Talium Regnum Celoerum, Aleluya. De éste
es el Reino de los Cielos, Aleluya.
Y todo el coro cantó en respuesta:
Amicti sunt stolis albis, Aleluya,
Aleluya. (Vestidos están con túnicas blancas, Aleluya, Aleluya).
Y el prior y todos los monjes, por
orden, adoraron y reverenciaron al niño que se hallaba sentado en el trono.»
Yo había presenciado la procesión de la Orden Blanca de los
Santos Inocentes. Había visto a los que salían cantando de las aguas profundas
donde se hallaba el Lusitania; había visto a los mártires inocentes de los
campos de Flandes y Francia regocijándose ante la idea de oír misa en su morada
espiritual.
FIN
Los arqueros
Pasó durante la Retirada de los 80 mil, y
la autoridad de la censura es suficiente excusa para no ser más explícito. Pero
pasó durante el más terrible día de aquella terrible época, el día en que la
ruina y el desastre llegó tan cerca que su sombra cayó sobre Londres; y, sin
ninguna noticia certera, los corazones de los hombres se angustiaron; como si
la agonía de los ejércitos en el campo de batalla hubiera ingresado en sus
almas.
En este amargo día, cuando trescientos
mil soldados con sus artillerías se desbordaron como una inundación contra la
pequeña compañía inglesa, había un punto específico en nuestra línea de batalla
que estaba en peligro atroz, no de mera derrota, sino de suprema aniquilación.
Con el permiso de la Censura
y de los expertos militares, esa posición podía ser descripta como una
saliente, y si esa unidad que la defendía era aplastada y quebrada, entonces,
todas las fuerzas británicas serían despedazadas, y los Aliados deberían
retroceder y se perdería inevitablemente el Sedán.
Durante toda la mañana los cañones alemanes
habían tronado y desgarrado el área, y a los cientos o más de hombres que la
defendían. Los hombres bromeaban sobre los cañonazos y encontraban nombres
graciosos para estos, hacían apuestas y los recibían con pequeñas canciones.
Pero las balas seguían explotando y desgarrando las extremidades de buenos
ingleses, y a medida que las horas del día avanzaban, también lo hacían los
terribles cañonazos. Parecía que no había auxilio. La artillería inglesa era
buena, pero no había suficientes unidades cerca y las que quedaban, habían sido
rápidamente reducidas a chatarra por las explosiones.
Hay momentos en una tormenta en el mar
en que la gente se dice entre sí, “esto es lo peor; no puede ser más duro.” y
entonces hay un trueno diez veces más fiero que todos los anteriores. Así
estaban en esa trinchera los británicos.
No había corazones más fuertes en el
mundo entero que los de aquellos hombres; pero igualmente se veían espantados
por esos mortíferos cañonazos alemanes que les caían encima y los aplastaban. Y
en un momento pudieron divisar desde sus cubrimientos, que una tremenda
muchedumbre se estaba movilizando hacia sus líneas. Los quinientos
supervivientes que aún resistían pudieron divisar a lo lejos a la infantería
alemana que venía a presionarlos, columna tras columna, una hueste de hombres
grises, diez mil de ellos.
No había mucha esperanza. Algunos de
ellos se chocaron las manos. Un hombre improvisó una nueva versión del canto de
batalla, “Adiós, adiós a Tipperary,” terminando con “y no volveremos más”.
Todos se comenzaron a despedir con rapidez. Los oficiales creían que esta sería
una buena oportunidad de ascenso; en tanto los alemanes avanzaban línea tras
línea. El humorista de Tipperary preguntó: “¿qué precio tiene en Sidney
Street?” Y un par de ametralladoras hicieron lo mejor posible. Pero todos
sabían que era inútil. Los cuerpos grises seguían su avance en compañías y
batallones, y otros se les unían, y se expandían y avanzaban más y más.
“Mundo sin fin. Amén,” dijo uno de los
soldados con cierta irrelevancia, mientras apuntaba y disparaba. Y luego
recordó, no podía saber el porqué, un extraño restaurante vegetariano en
Londres, donde había ido una o dos veces a comer excéntricos platos de
coteletas hechas de lentejas y nueces que pretendían ser bistecs. Todos los
platos de ese restaurante tenían impresos una figura azulada de San Jorge, con
la consigna Adsit Anglis Sanctus Geogius, que San Jorge ayude a los ingleses.
Este soldado resultó que sabía latín y otras cosas inútiles, y en ese momento,
mientras disparaba a su hombre en la masa que avanzaba, a 300 yardas de distancia,
vociferó aquella pía frase vegetariana. Y siguió disparando hasta el fin, y al
final Bill, a su derecha, tuvo que abofetearlo alegremente para obligarlo a
detenerse, diciéndole que si seguía así, malgastaría las municiones de Su
Majestad y no podía desperdiciarlas en horadar pequeños parches de alemanes
muertos.
El estudiante de latín, luego de
pronunciar su invocación, sintió algo así como una sensación de entre
estremecimiento y shock eléctrico. El rugido de la batalla se acalló en sus
oídos y se trocó en un apacible murmullo, y en vez de tal sonido, escuchó,
según dijo luego, una gran voz, que resonaba como el trueno: “¡Formación,
formación, formación!”
Su corazón comenzó a arder como una
brasa y luego se enfrió como el hielo, ya que le pareció escuchar como un
tumulto de voces respondía al llamamiento. Escuchó, o creyó escuchar, a cientos
que gritaban: “¡San Jorge, San Jorge!”
“¡Ha! Señor; ¡ha! ¡dulce Santo,
sálvanos!”
“¡San Jorge por la feliz Inglaterra!”
“¡Salve! ¡Salve! Monseigneur San Jorge,
socórrenos.”
“¡Ha! ¡San Jorge! ¡Ha! ¡San Jorge! Un
fuerte y enorme arco.”
“¡Caballero del Cielo, ayúdanos!”
Y mientras el soldado escuchaba esas
voces, vio frente a sí mismo, más allá de la trinchera, una larga línea de
formas, con aureolas resplandecientes a su alrededor. Eran como hombres que
llevaban arcos, y luego de un grito, lanzaron su nube de flechas, silbando y
zumbando a través del aire, hacia la masa de alemanes.
Los otros hombres en la trinchera
seguían disparando. No tenían esperanza; pero seguían apuntando como si
estuvieran disparando en Bisley. De pronto uno de ellos elevó su voz en inglés,
“¡Dios nos ayuda!” gritó al hombre que estaba a su lado, “¡esto es maravilloso!
¡Mira a aquellos hombres, míralos! ¿Los ves? No están cayendo por docenas, ni
por cientos; caen por miles. ¡Mira, mira, mira! Mientras te digo esto, ha caído
un regimiento.”
“¡Cállate!” dijo el otro soldado,
tomando un blanco, “¡que estamos por ser gaseados!”
Pero luego de hablar tragó saliva del
asombro, ya que era verdad que los hombres grises estaban cayendo por miles.
Los ingleses podían escuchar los gritos guturales de los oficiales alemanes, el
crepitar de sus revólveres al disparar a los renuentes; y cómo línea tras
línea, caían todos por tierra.
En todo momento el soldado cultivado en
el latín escuchaba el grito: “¡Salve, salve! ¡Monseigneur, santo, rápido en
nuestra ayuda! ¡San Jorge, ayúdanos!”
“¡Sumo Caballero, defiéndenos!”
Las zumbantes flechas volaban tan rápido
y en espesas nubes que oscurecían el cielo; la masa pagana se iba disolviendo
frente a los soldados.
“¡Más ametralladoras!” gritó Bill a Tom.
“No los escuches,” respondió Tom. “Pero,
gracias a Dios, de todas maneras; hemos triunfado.”
De hecho, hubo diez mil soldados
alemanes muertos antes de llegar a esa saliente de la tropa inglesa, y
consecuentemente no alcanzaron Sedán. En Alemania, un país regido por los
principios científicos, el Alto Mando General decidió que los indignos ingleses
habían utilizado tanques que contenían un gas venenoso de naturaleza
desconocida, y no hallaron heridas reconocibles en los cuerpos de los soldados
muertos. Pero el hombre que había probado nueces que sabían como bistec, supo
que San Jorge había traído esos arqueros de Agincourt a auxiliar a sus pares.
FIN
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