El esposo
complaciente
Marqués de Sade
Toda Francia se
enteró de que el príncipe de Bauffremont tenía, poco más o menos, los mismos
gustos que el cardenal del que acabamos de hablar. Le habían dado en matrimonio
a una damisela totalmente inexperta a la que, siguiendo la costumbre, habían instruido
tan sólo la víspera.
-Sin mayores
explicaciones -le dice su madre- como la decencia me impide entrar en ciertos
detalles, sólo tengo una cosa que recomendarte, hija mía: desconfía de las
primeras proposiciones que te haga tu marido y contéstale con firmeza: «No,
señor, no es por ahí por donde se toma a una mujer decente; por cualquier otro
sitio que te guste, pero por ahí de ninguna manera….»
Se acuestan y
por un prurito de pudor y de honestidad que no se hubiera sospechado ni por
asomo, el príncipe, queriendo hacer las cosas como Dios manda al menos por una
vez, no propone a su mujer más que los castos placeres del himeneo; pero la
joven, bien educada, se acuerda de la lección:
-¿Por quién me
tomas, señor? -le dice-. ¿Te has creído que yo iba a consentir algo semejante?
Por cualquier otro sitio que te guste, pero por ahí de ninguna manera.
-Pero, señora…
-No, señor, por
más que insistas nunca accederé a eso.
-Bien, señora,
habrá que complacerte -contesta el príncipe apoderándose de su altar predilecto-.
Mucho me molestaría que dijeran que quise disgustarte alguna vez.
Y que vengan a
decirnos ahora a nosotros que no merece la pena enseñar a las hijas lo que un
día tendrán que hacer con sus maridos.
FIN
La serpiente
Marqués de Sade
Todo el mundo
conoció a principios de este siglo a la señora presidenta de C…, una de las
mujeres más agradables y bonitas de Dijon, y todos la han visto acariciar y
acoger públicamente en su lecho a la serpiente blanca que va a ser la
protagonista de esta anécdota.
-Este animal es
el mejor amigo que tengo en el mundo -le comentaba un día a una dama extranjera
que había ido a verla y que mostraba curiosidad por conocer la razón de las
atenciones que la bella presidenta prodigaba a su serpiente-. En otro tiempo
amé apasionadamente -prosiguió ésta-, señora, a un joven encantador que se vio
obligado a alejarse de mí para ir a cosechar laureles; al margen de nuestros
encuentros convenidos, él me había pedido que, siguiendo su ejemplo, a unas
horas determinadas nos retiráramos cada uno por nuestro lado a algún paraje
solitario para no ocuparnos de nada en absoluto más que de nuestra ternura. Un
día, a las cinco de la tarde, cuando iba a recogerme en un pequeño pabellón al
extremo de mi jardín, para serle fiel en mi promesa, convencida de que ningún
animal de esta clase hubiera nunca podido penetrar en el jardín, de pronto
descubrí a mis pies a este encantador animalillo, al que, como bien podéis ver,
idolatro. Quise huir; la serpiente se tendió delante de mí, parecía pedirme
perdón, parecía asegurarme que bien lejos estaba de querer hacerme ningún daño;
me paro, la observo; al verme tranquila se acerca, hace cien cabriolas a mis
pies, unas más de prisa que las otras; no puedo contenerme y le paso la mano
por encima, la acaricio delicadamente, la cojo y la pongo sobre mis rodillas,
se arrebuja en ellas y parece que duerme. Una sensación de inquietud se apodera
de mí… De mis ojos se escapan, a pesar mío, unas lágrimas que bañan a este
animalillo encantador… Despertada por mi dolor, me mira…, gime…, alza su cabeza
hasta mi seno…, lo acaricia y de nuevo se desploma anonadado… ¡Oh, cielos
-grité-, todo se ha acabado; mi amante ha muerto! Abandoné aquel funesto lugar
llevando conmigo a esta serpiente, a la que un misterioso sentimiento parece
ligarme a pesar mío… Advertencias fatales de una voz desconocida cuyos ecos,
señora, podéis interpretar como os guste, pero ocho días más tarde recibo la
noticia de que mi amante había sido muerto en el preciso instante en que
apareció la serpiente; nunca he querido separarme de este animal; sólo a mi
muerte me abandonará; después de aquello me casé, pero con la explícita
condición de que no la apartaría de mi lado.
Y tras estas
palabras la gentil presidenta cogió la serpiente, la recostó contra su seno y
le hizo dar, como si fuera un podenco, cien vueltas delante de la dama que la
interrogaba.
¡Oh,
Providencia!, si esta aventura es tan cierta como lo asegura toda la provincia
de Borgoña, ¡qué inescrutables son tus designios!
FIN
La flor del
castaño
Marqués de Sade
Se supone, yo no
lo afirmaría, pero algunos eruditos nos lo aseguran, que la flor del castaño
posee efectivamente el mismo olor que ese prolífico semen que la naturaleza
tuvo a bien colocar en los riñones del hombre para la reproducción de sus
semejantes.
Una tierna
damisela, de unos quince años de edad, que jamás había salido de la casa
paterna, se paseaba un día con su madre y con un presumido clérigo por la
alameda de castaños que con la fragancia de las flores embalsamaban el aire con
el sospechoso aroma que acabamos de tomarnos la libertad de mencionar.
-¡Oh! Dios mío,
mamá, ese extraño olor -dice la jovencita a su madre sin darse cuenta de dónde
procedía-. ¿Lo oléis, mamá…? Es un olor que conozco.
-Callaos,
señorita, no digáis esas cosas, os lo ruego.
-¿Y por qué no,
mamá? No veo que haya nada de malo en deciros que ese olor no me resulta
desconocido y de eso ya no me cabe la menor duda.
-Pero, señorita…
-Pero, mamá, os
repito que lo conozco: padre, os ruego que me digáis qué mal hago al asegurarle
a mamá que conozco ese olor.
-Señorita
-responde el eclesiástico, acariciándose la papada y aflautando la voz-, no es
que haya hecho ningún mal exactamente; pero es que aquí nos hallamos bajo unos
castaños y nosotros los naturalistas admitimos, en botánica, que la flor del
castaño…
-¿Que la flor
del castaño…?
-Pues bien,
señorita, que huele como cuando se j…
Fin
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