Las ratas
del Cementerio
1936
Henry
Kuttner
El anciano Masson, guardián de uno de
los más antiguos cementerios de Salem, mantenía una verdadera guerra con las
ratas. Varias generaciones atrás, se había instalado en el cementerio una
colonia de ratas enormes procedentes de los muelles. Cuando Masson asumió su
cargo, tras la inexplicable desaparición del guardián anterior, decidió
aniquilarlas. Al principio colocaba trampas y veneno cerca de sus madrigueras;
más tarde, intentó exterminarlas a tiros. Pero todo fue inútil. Las ratas
seguían allí. Sus hordas voraces se multiplicaban, infestando el cementerio.
Eran grandes, aun tratándose de la especie mus decumanus, cuyos ejemplares
llegan a los treinta y cinco centímetros de largo sin contar la cola, pelada y
gris. Masson las había visto grandes como gatos; y cuando los sepultureros
descubrían alguna madriguera, comprobaban con asombro que por aquellas pútridas
cavernas cabía tranquilamente el cuerpo de un hombre. Al parecer, los barcos
que antaño atracaban en los ruinosos muelles de Salem debieron de transportar
cargamentos muy extraños. Masson se asombraba a veces de las proporciones
enormes de estas madrigueras. Recordaba ciertos relatos fantásticos que había
oído al llegar a la decrépita y embrujada ciudad de Salem. Eran relatos que
hablaban de una vida embrionaria que persistía en la muerte, oculta en las
perdidas madrigueras de la tierra. Ya habían pasado los tiempos en que Cotton
Mather exterminara los cultos perversos y los ritos orgiásticos celebrados en
honor de Hécate y de la siniestra Magna Mater. Pero todavía se alzaban las
tenebrosas mansiones de torcidas buhardillas, de fachadas inclinadas y
leprosas, en cuyos sótanos, según se decía, aún se ocultaban secretos blasfemos
y se celebraban ritos que desafiaban tanto a la ley como a la cordura. Moviendo
significativamente sus cabezas canosas, los viejos aseguraban que, en los
antiguos cementerios de Salem, había bajo tierra cosas peores que gusanos y
ratas. En cuanto a estos roedores, Masson les tenía asco y respeto. Sabía el
peligro que acechaba en sus dientes agudos y brillantes. Pero no comprendía el
horror que los viejos sentían por las casas vacías, infestadas de ratas. Había
escuchado rumores sobre criaturas espantosas que moraban en lo profundo, y que
tenían poder sobre las ratas, a las que agrupaban en ejércitos disciplinados.
Según afirmaban los viejos, las ratas eran mensajeras entre este mundo y las
cuevas que se abrían en las entrañas de la tierra. Y aún se decía que algunos
cuerpos habían sido robados de las sepulturas con el fin de celebrar festines
subterráneos. El mito del flautista de Hamelin era una leyenda que ocultaba, en
forma alegórica, un horror impío; y según ellos, los negros abismos habían
parido abortos infernales que jamás salieron a la luz del día. Masson no hacía
caso de estos relatos. No tenía trato con sus vecinos y, de hecho, hacía lo
posible por mantener en secreto la existencia de las ratas. De conocerse el
problema tal vez iniciasen una investigación, en cuyo caso tendrían que abrir
muchas tumbas. Ciertamente hallarían ataúdes perforados y vacíos que
atribuirían a la voracidad de las ratas. Pero descubrirían también algunos
cuerpos con mutilaciones muy comprometedoras para Masson. Los dientes postizos
suelen hacerse de oro, y no se los extraen a uno cuando muere. La ropa,
naturalmente, es diferente, porque la empresa de pompas fúnebres suele
proporcionar un traje Henry Kuttner Las ratas del cementerio 3 de paño
sencillo, perfectamente reconocible después. Pero el oro no lo es. Además,
Masson negociaba también con algunos estudiantes de medicina y médicos poco
escrupulosos que necesitaban cadáveres sin importarles demasiado su
procedencia. Hasta ese momento, Masson se las había arreglado para que no haya
investigaciones. Negaba tajantemente la existencia de las ratas, aun cuando
éstas le hubiesen arrebatado el botín. A Masson no le preocupaba lo que pudiera
suceder con los cuerpos, después de haberlos saqueado, pero las ratas solían
arrastrar el cadáver entero por un boquete que ellas mismas roían en el ataúd.
El tamaño de aquellos agujeros lo asombraba. Curiosamente, las ratas horadaban
siempre los ataúdes por uno de los extremos, y no por los lados. Parecía como
si trabajasen bajo la dirección de algo dotado de inteligencia. Ahora se
encontraba ante una sepultura abierta. Acababa de quitar la última palada de
tierra húmeda, y de arrojarla al montón que había formado a un lado. Desde
hacía semanas no paraba de caer una llovizna fría y constante. El cementerio
era un lodazal pegajoso, del que surgían las mojadas lápidas en formaciones
irregulares. Las ratas se habían retirado a sus cubiles; no se veía ni una.
Pero el rostro flaco de Masson reflejaba una sombra de inquietud. Había
terminado de descubrir la tapa de un ataúd de madera. Hacía varios días que lo
habían enterrado, pero Masson no se había atrevido a desenterrarlo antes. Los
parientes del muerto aún visitaban su tumba, aun lloviendo. Pero a estas horas
de la noche, no era fácil que vinieran, por mucho dolor y pena que sintiesen. Y
con este pensamiento tranquilizador, se enderezó y echó a un lado la pala.
Desde la colina donde estaba el cementerio, se veían parpadear apenas las luces
de Salem a través de la lluvia. Sacó la linterna del bolsillo. Apartó la pata y
se inclinó a revisar los cierres de la caja. De repente, se quedó rígido. Bajo
sus pies había notado un murmullo inquieto, como si algo arañara o se
revolviera dentro. Por un momento, sintió una punzada de terror supersticioso,
que pronto dio paso a una ira insensata, al comprender el significado de
aquellos ruidos. ¡Las ratas se le habían adelantado otra vez! En un rapto de
cólera, arrancó los candados del ataúd, insertó la pala bajo la tapa e hizo
palanca, hasta que pudo levantarla con las manos. Encendió la linterna y enfocó
el interior del ataúd. La lluvia salpicaba el blanco tapizado de raso: estaba
vacío. Masson percibió un movimiento furtivo en la cabecera de la caja y
dirigió hacia allí la luz. El extremo del sarcófago había sido perforado, y el
agujero comunicaba con una galería, aparentemente, pues en aquel momento
desaparecía por allí un pie fláccido, inerte, enfundado en su correspondiente
zapato. Masson comprendió que las ratas se le habían adelantado sólo unos
instantes. Se agachó y agarró el zapato con todas sus fuerzas. La linterna cayó
dentro del ataúd y se apagó de golpe. De un tirón, el zapato le fue arrancado
de las manos en medio de una algarabía de chillidos agudos y excitados. Un
momento después, había recuperado la linterna y la enfocaba por el agujero. Era
enorme. Tenía que serlo; de lo contrario, no habrían podido arrastrar el
cadáver. Masson intentó imaginarse el tamaño de aquellas ratas capaces de tirar
del cuerpo de un hombre. Llevaba su revólver cargado en el bolsillo, y esto le
tranquilizaba. De haberse tratado del cadáver de una persona ordinaria, Masson
habría abandonado su presa a las ratas, antes de aventurarse por Henry Kuttner
Las ratas del cementerio 4 aquella estrecha madriguera; pero recordó los
gemelos de sus puños y el alfiler de su corbata, cuya perla debía ser
indudablemente auténtica, y, sin pensarlo más, se enganchó la linterna al
cinturón y se introdujo por el boquete. El acceso era angosto. Delante de sí, a
la luz de la linterna, podía ver cómo las suelas de los zapatos seguían siendo
arrastradas hacia el fondo del túnel. Trató de arrastrarse lo más rápido
posible, pero había momentos en que apenas era capaz de avanzar, aprisionado
entre aquellas estrechas paredes de tierra. El aire se hacía irrespirable por
el hedor del cadáver. Masson decidió que, si no lo alcanzaba en un minuto,
regresaría. El terror empezaba a agitarse en su imaginación, aunque la codicia
le instaba a proseguir. Y prosiguió, cruzando varias bocas de túneles
adyacentes. Las paredes de la madriguera estaban húmedas y pegajosas. Dos veces
oyó a sus espaldas pequeños desprendimientos de tierra. El segundo de éstos le
hizo volver la cabeza. No vio nada, naturalmente, hasta que enfocó la linterna
en esa dirección. Entonces observó que el barro casi obstruía la galería que
acababa de recorrer. El peligro de su situación se le reveló en toda su
espantosa realidad. El corazón le latía con fuerza sólo de pensar en la
posibilidad de un hundimiento. Decidió abandonar su persecución, a pesar de que
casi había alcanzado el cadáver y las criaturas invisibles que lo arrastraban.
Pero había algo más, en lo que tampoco había pensado: el túnel era demasiado
estrecho para dar la vuelta. El pánico se apoderó de él, por un segundo, pero
recordó la boca lateral que acababa de pasar, y retrocedió dificultosamente
hasta allí. Introdujo las piernas, hasta que pudo dar la vuelta. Luego, comenzó
a avanzar desesperadamente hacia la salida, pese al dolor de sus rodillas. De
repente, una puntada le traspasó la pierna. Sintió que unos dientes afilados se
le hundían en la carne, y pateó frenéticamente para librarse de sus agresores.
Oyó un chillido penetrante, y el rumor presuroso de una multitud de patas que
se escabullían. Al enfocar la linterna hacia atrás, lanzó un gemido de horror:
una docena de enormes ratas lo observaban atentamente, y sus ojos malignos
parpadeaban bajo la luz. Eran deformes, grandes como gatos. Tras ellos
vislumbró una forma negruzca que desapareció en la oscuridad. Se estremeció
ante las increíbles proporciones de aquella sombra. La luz contuvo a las ratas
durante un momento, pero no tardaron en volver a acercarse furtivamente. Al
resplandor de la linterna, sus dientes parecían teñidos de carmesí. Masson
forcejeó con su pistola, consiguió sacarla de su bolsillo y apuntó
cuidadosamente. Estaba en una posición difícil. Procuró pegar los pies a las
mojadas paredes de la madriguera para no herirse. El estruendo lo dejó sordo
durante unos instantes. Después, una vez disipado el humo, vio que las ratas
habían desaparecido. Guardó la pistola y comenzó a reptar velozmente a lo largo
del túnel. Pero no tardó en oír de nuevo las carreras de las ratas, que se le
echaron encima otra vez. Se le amontonaron sobre las piernas, mordiéndole y
chillando de manera enloquecedora. Masson empezó a gritar mientras echaba mano
a la pistola. Disparó sin apuntar, y no se hirió de milagro. Esta vez las ratas
no se alejaron tanto. Henry Kuttner Las ratas del cementerio 5 Masson aprovechó
la tregua para reptar lo más rápido que pudo, dispuesto a hacer fuego a la
primera señal de un nuevo ataque. Oyó movimientos de patas y alumbró hacia
atrás con la linterna. Una enorme rata gris se paró en seco y se quedó
mirándole, sacudiendo sus largos bigotes y moviendo de un lado a otro, muy
despacio, su cola áspera y pelada. Masson disparó y la rata echó a correr.
Continuó arrastrándose. Se había detenido un momento a descansar, junto a la
negra abertura de un túnel lateral, cuando descubrió un bulto informe sobre la
tierra mojada, un poco más adelante. Lo tomó por un montón de tierra
desprendido del techo; luego vio que era un cuerpo humano. Se trataba de una
momia negra y arrugada, y vio, preso de un pánico sin límites, que se movía.
Aquella cosa monstruosa avanzaba hacia él y, a la luz de la linterna, vio su
rostro horrible a poca distancia del suyo. Era una calavera descarnada, la faz
de un cadáver que ya llevaba años enterrado, pero animada de una vida infernal.
Tenía los ojos vidriosos, hinchados, que delataban su ceguera, y, al avanzar
hacia Masson, lanzó un gemido plañidero y entreabrió sus labios pustulosos,
desgarrados en una mueca de hambre espantosa. Masson sintió que se le helaba la
sangre. Cuando aquel horror estaba ya a punto de rozarle. Masson se precipitó
frenéticamente por la abertura lateral. Oyó arañar en la tierra, a sus pies, y
el confuso gruñido de la criatura que le seguía de cerca. Masson miró por
encima del hombro, gritó y trató de avanzar desesperadamente por la estrecha
galería. Reptaba con torpeza; las piedras afiladas le herían las manos y las
rodillas. El barro le salpicaba en los ojos, pero no se atrevió a detenerse ni
un segundo. Continuó avanzando a gatas, jadeando, rezando y maldiciendo
histéricamente. Con chillidos triunfales, las ratas se precipitaron de nuevo
sobre él con la voracidad pintada en sus ojos. Masson estuvo a punto de
sucumbir bajo sus dientes, pero logró desembarazarse de ellas: el pasadizo se
estrechaba y, sobrecogido por el pánico, pataleó, gritó y disparó hasta que el
gatillo pegó sobre una cápsula vacía. Pero había rechazado las ratas. Observó
entonces que se hallaba bajo una piedra grande, encajada en la parte superior
de la galería, que le oprimía cruelmente la espalda. Al tratar de avanzar notó
que la piedra se movía, y se le ocurrió una idea: ¡Si pudiera dejarla caer, de
forma que obstruyese el túnel! La tierra estaba empapada por la lluvia. Se
enderezó y empezó a quitar el barro que sujetaba la piedra. Las ratas se
aproximaban. Veía brillar sus ojos al resplandor de la linterna. Siguió
cavando, frenético. La piedra cedía. Tiró de ella y la movió de sus cimientos.
Se acercaban las ratas... Era el enorme ejemplar que había visto antes. Gris,
leprosa, repugnante, avanzaba enseñando sus dientes anaranjados. Masson dio un
último tirón de la piedra, y la sintió resbalar hacia abajo. Entonces reanudó
su camino a rastras por el túnel. La piedra se derrumbó tras él, y oyó un
repentino alarido de agonía. Sobre sus piernas se desplomaron algunos terrones
mojados. Más adelante, le atrapó los pies un desprendimiento considerable, del
que logró desembarazarse con dificultad. ¡El túnel entero se estaba
desmoronando! Jadeando de terror, avanzaba mientras la tierra se desprendía. El
túnel seguía estrechándose, hasta que llegó un momento en que apenas pudo hacer
uso de sus manos y piernas para avanzar. Henry Kuttner Las ratas del cementerio
6 Se retorció como una anguila hasta que, de pronto, notó un jirón de raso bajo
sus dedos crispados; y luego su cabeza chocó contra algo que le impedía
continuar. Movió las piernas y pudo comprobar que no las tenía apresadas por la
tierra desprendida. Estaba boca abajo. Al tratar de incorporarse, se encontró
con que el techo del túnel estaba a escasos centímetros de su espalda. El
terror le descompuso. Al salirle al paso aquel ser espantoso y ciego, se había
desviado por un túnel lateral, por un túnel que no tenía salida. ¡Se encontraba
en un ataúd, en un ataúd vacío, al que había entrado por el agujero que las
ratas habían practicado en su extremo! Intentó ponerse boca arriba, pero no
pudo. La tapa del ataúd le mantenía inexorablemente inmóvil. Tomó aliento, e
hizo fuerza contra la tapa. Era inamovible, y aun si lograse escapar del
sarcófago, ¿cómo podría excavar una salida a través del metro y medio de tierra
que tenía encima? Respiraba con dificultad. Hacía un calor sofocante y el hedor
era irresistible. En un paroxismo de terror, desgarró y arañó el forro
acolchado hasta destrozarlo. Hizo un inútil intento por cavar con los pies en
la tierra desprendida que le impedía la retirada. Si lograse solamente cambiar
de postura, podría excavar con las uñas una salida hacia el aire... hacia el
aire... Una agonía candente penetró en su pecho; el pulso le dolía en los
globos oculares. Parecía como si la cabeza se le fuera hinchando, a punto de
estallar. De pronto, oyó los triunfales chillidos de las ratas. Comenzó a
gritar, enloquecido, pero no pudo rechazarlas esta vez. Durante un momento, se
revolvió histéricamente en su estrecha prisión, y luego se calmó, boqueando por
falta de aire. Cerró los ojos, sacó su lengua ennegrecida, y se hundió en la
negrura de la muerte, con los locos chillidos de las ratas taladrándole los
oídos.
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